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Pereza

Juro que eran verdes. Sin antenitas, ni trajecitos plateados, ni lucecitas de colores. Sólo verdes. Por manos tenían enormes zarpas y por boca fauces que sonreían con la voracidad de una bestia enloquecida. «Está atrasado», susurraron el día que los encontré parados en el umbral de mi puerta (no pueden pasar si uno no los invita), y el hedor de esa frase se esparció por toda la casa e impregnó las paredes, y cada mueble, y cada libro. Desde entonces, cada mañana, se paran allí, esperando verme salir o entrar para susurrarme su sentencia. «Está atrasado», dicen, y su boca se ensancha, tan ferozmente compungida que debo contenerme para no ser presa de un momento de debilidad e invitarlos a entrar. Los miro, paso, cierro la puerta e intento no respirar demasiado profundamente el olor que sus fauces han dejado por todos los rincones. Tomo una taza de té, veo una película, leo un libro y trato de concentrarme en alguna idea, pero el olor siempre está ahí, recordándomelos. «Está atrasado». Ya casi no salgo. He preferido el encierro de estas habitaciones y mis rutinas cotidianas. A veces, en mitad de una lectura, o cuando intento cerrar los ojos por las noches, siento bajar una suave angustia desde mi pecho y pienso: «Estoy atrasado». Horrorizado, me levanto y espío por la ventana. Siguen en el umbral, sin moverse, esperándome. De vez en cuando suena el teléfono, pero me niego a contestar, desde que oí sus familiares jadeos guturales, pavorosamente distorsionados, murmurándome a través del auricular: «Está atrasado». El hedor aún permanece en mi boca. Y la angustia se hace más onerosa. ¿Debo renunciar? ¿Salir y pedirles que pasen? «Está atrasado». Y explicarles, y suplicarles… Y saciar su salvaje apetito de una vez y para siempre.