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Si para los tripulantes de la C.H.I. Caleuche la situación empezó a oler a desgracia e infortunio apenas pusieron un pie en aquel desértico planeta, el olor se volvió definitivamente nauseabundo cuando pasaron del ataque de un Guarch gigante a una celda de confinamiento, rodeados de nativos con cara de muy pocos amigos.
Para la internista Mata y el ingeniero Chupilka, sin embargo, la cosa llegó al paroxismo del mal olor cuando se encontraron completamente solos en la célula de contención, luego que se llevaran a sus dos compañeros sin decir agua va. Aunque, para ser justos, sí les habían dado una buena ración de agua cuando los vieron a punto de colapsar por deshidratación.
― Esto no pinta bien, Chupilka –dijo la internista Mata, sin dejar de mirar del otro lado de la membrana contenedora de la célula, donde dos guardias manipulaban un curioso artefacto alrededor de una especie de mesa-. ¿Adónde se llevarían al capi y a Libiak?
La única respuesta que recibió en el reducido espacio de profundo silencio de la célula, fue el desagradable sonido de las mandíbulas de Chupilka rumiando salivosa y afanosamente, reduplicado por mil.
― ¡Deja de masticar esa hueá! –gritó la internista, dejándole caer el segundo manotazo del día-. ¡Hace como una hora que te echaste esa porquería a la boca!
― ¡Por la chita, internista! –se atragantó Chupilka, dando un salto para ponerse fuera de su alcance, y balbuceando desde una boca y dientes embadurnados de una asquerosa materia negro-viscosa-. Casi hace que me lo trague…
― ¡Ahógate con esa hueá! –chilló la internista, histéricamente-. ¡No tenemos ni pichula idea adónde se llevaron a nuestros compañeros, ni lo que nos van a hacer, y no se te ocurre otra cosa que ponerte a rumiar esa mierda! –y agitando un puño amenazante hacia él-: ¡Te metería un combo en la sanguchera si no te la viera llena de caca!
― Se pararon –dijo Chupilka.
Miraba detenidamente hacia afuera de la célula, ignorando el ataque de histeria de la internista con una desfachatez tan impropia en él, que la internista se quedó puño en alto, observándolo completamente incrédula y enrabiada.
―¿Qué chucha…? –masculló la internista apenas logró articular palabra.
― Los guardias –salivó Chupilka, apuntado hacia afuera y sin dejar de masticar la masa negra-. Terminan de jugar en esa cosa y uno se para y llama a otro cada media hora…
La internista giró para comprobar que, efectivamente, uno de los guardias se había parado, colgaba el cinturón lleno de artefactos y botones, y caminaba hacia la derecha, desapareciendo de su vista. Antes de que la internista lograra salir de su primer momento de asombro hacia Chupilka para caer en este segundo momento, doblemente incrédula, si eso era posible, el ingeniero sacó la masa negruzca de su boca, e inmediatamente empezó con un acceso de náuseas, tratando de hablar entre arcada y arcada.
― Agggghhh, se… me olvidó… lo asqueroso que es… cuando… se lo… saca de… la… bo… ca…
Y extendiéndoselo a la internista:
― Pón… galo… ahí…
Indicó con la misma masa negruzca el pequeño tablero sellado cerca de la membrana contenedora, mientras se doblaba tratando de detener el vómito.
― ¡Nooooooo! –exclamó la internista, mirando asqueada la masa viscosa que le extendía Chupilka-. Yo ni muerta toco esa hueá…
― Inter… nista… -suplicó Chupilka, entre arcadas.
Lo que hizo la internista a continuación jamás habría sido posible en circunstancias normales. Pero Chupilka le había dado de baja a dos momentos de comportamiento que rebasaron la cuota de asombro de los últimos años de la internista, especialmente tratándose de Chupilka, y en menos de treinta segundos. Eso, sumado a que en realidad no tenían muchas alternativas, hizo que contorsionando cuerpo y rostro llenos de asco, y cerrando los ojos, agarrara la masa viscosa cubierta por las babas de Chupilka, y la estampara lo más rápido que pudo sobre el tablero en cuestión.
― ¡Puaj, puaj, puaaaajjjjj…! –saltaba segundos después la internista, pasándose frenéticamente la mano afectada por todo el traje, para limpiarla de los residuos de babas negras.
En el momento en el que el pequeño tablero generó una breve y siseante explosión, colapsando la membrana contendora, la internista Mata y el ingeniero Chupilka se habían enfrascado en una curiosa danza de borrachos, invadidos por los accesos de vómito que le producía la masa negruzca a uno y las babas de Chupilka a la otra. Pero que debieron contener estoicamente cuando el guardia se paró rápidamente y corrió hacia ellos, alertado por la desintegración de la membrana.
― Dieer maeimorie danma –amenazó el guardia a unos pasos con la mano en el cinto, sobre lo que probablemente era su arma.
Ambos permanecieron inclinados, sin dar señales de haber escuchado
― Un bisturí –susurró Chupilka por debajo-. Saque un bisturí, internista…
― Y de dónde saco eso, sea lo que sea –gruñó la internista, en la misma posición-, si nos quitaron todas las cosas, saco de…
― Dieer maeimorie danma –reptió el guardia en un tono aún más amenazante.
Entonces Chupilka se enderezó muy rápidamente y levantó las manos.
― Me rindo –dijo.
La internista no tuvo más remedio que imitarlo casi de inmediato. En el momento en que el guardia pareció relajarse ante sus dóciles actitudes, la internista dio dos ágiles y rápidos saltos hacia él y le colocó un señero combo en pleno rostro.
Apenas el guardia estuvo de espaldas ante la mirada sorprendida de Chupika, la internista declaró:
― No tengo bisturí, pero tenía esto guardado –le mostró nuevamente el puño a Chupilka, amenazante-. Te salvaste, Chupilka… -y enseguida-: Toma el otro cinturón y yo tomo este, y vámonos rápido. Con un poco de suerte podemos comunicarnos con la Caleuche…
― Escuche –la interrumpió Chupilka, mirando hacia el cielo raso.
Una lejana alarma había empezado a sonar furiosamente. Se oyeron ruidos de voces y pasos corriendo por los corredores externos, y Chupilka sonrió con todos sus negros dientes.
― A lo mejor son los de la Caleuche… -dijo.
― Sí, todavía creí en los cuentos del tercer universo –masculló la internista, incrédula-. Ya, apúrate, antes que se acuerden que tienen a dos presos que vigilar…
Se internaron por el corredor de la izquierda, ignorantes que la asquerosa masa milagrosa de Chupilka había colapsado no sólo la membrana de su célula de contención, sino de una centena más, liberando cosas aún más rancias que la boca de Chupilka.