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Ricardo Miranda Tapia. «C.H.I Caleuche. Temporada 1».

― ¡Hay que meterle al chicler de baja!
Nadie, en toda la desventurada y destartalada historia de la C.H.I Caleuche, había tenido jamás idea de lo aquella indescifrable expresión podía significar. Lo único claro era que el piloto subalterno Bráyatan la escupía siempre que alguna inevitable falla técnica amenazaba con pulverizarlos o hacerlos chillarrón, que era la mayor parte del tiempo. Y el accidentado descenso planetario de la Chihuinto 4, en el que se habían embarcado junto a la oficial mecánico Marikunga y Tartán (el único apodo por el que conocían al jefe de ingenieros), calificaba indudablemente como una de esas ocasiones. Especialmente por el alarmante sobrecalentamiento que hacía crujir y temblar la pequeña nave, mientras entraban en la atmósfera del planeta en una misión de rescate que más parecía una misión suicida.
― ¡Les dije que esta cagá de nave no servía! –chilló aterrado Tartán, tratando de hacerse oír por encima del rugido de la hecatombe, frente a un tablero que irradiaba intermitentes y caóticas señales de alerta, y sobre el que intentaba inútilmente de maniobrar.
― ¡El chicler de baja, el chicler de baja! –repetía el subalterno Bráyatan, histéricamente aferrado a su silla y a la palanca de estabilización, que vibraba de forma ridículamente inestable.
― ¡Para tu hueveo, Bráyatan! –aulló fuera de sí la oficial Marikunga, sin dejar de pulsar botones y mover palancas–. ¡Si no estabilizamos esta mierda nos vamos a hacer recagar!
― ¡Ay, noooo, Marikunguitaaa…! –gimió Bráyatan.
― ¡Deja de llorar, maricón, y destraba la palanca! – berreó Marikunga.
El piloto subalterno agarró con ambas manos la palanca que saltaba encabritada, y tiró con todas sus fuerzas hacia sí, apretando los ojos y los dientes con tanta fuerza que se le enrojeció desde la raíz del cuello hasta el cuero cabelludo. De pronto, un súbito y atronador estallido de aire caliente resonó sobre el zangoloteo de fierros y tuercas.
― ¡Qué fue esa hueá! –gritó Tartán, oliendo lo que se venía.
― ¡Es que me estoy cagandoooo…! –gruñó el subalterno Bráyatan, retorciéndose bajo el monumental esfuerzo de mover la palanca.
― ¡Cágate, méate, hace lo que querai, pero mueve esa hueá! –ordenó la oficial Marikunga, aguantándose el mal olor y las ganas de vomitar.
Con un repentino chasquido metálico, la palanca estabilizadora cedió, justo en el momento en que la nave entraba en una fase inicial de desintegración. Con una hábil y rápida maniobra sobre los controles, Tartán y Marikunga lograron reposicionar la línea del horizonte y darle impulso a los motores para atravesar rápidamente hacia la atmósfera del planeta. La nave no dejaba de sacudirse, pero al menos los sonidos de alerta y del metal en fricción se habían reducido al mínimo.
Los tres tripulantes se relajaron sobre sus asientos, dando un profundo suspiro de alivio, que casi en el acto se convirtió en un principio de arcada.
― Puta que te cagai hediondo, hueón –tosió Tartán, conectando la entrada de aire para ventilar la nave del asqueroso olor.
― Y parece que fue con challa, don Tartán –siguió Bráyatan–, porque siento los…
― Ah, ya cállate, hueón –lo cortó la oficial Marikunga, asqueada–. Mejor concentrémonos en que esta porquería siga volando.
― Ojalá los encontremos rápido –advirtió Bráyatan, revisando los sensores–, porque esta hueá se recalentó más que la chucha.
― Si empezó a recalentarse apenas la prendimos –dijo Tartán–. De milagro hicimos que funcionara. No sé cómo chucha te hicimos caso para subirnos a esta hueá…
― Don Chupilka dijo que este prototipo estaba listo –se defendió Bráyatan–. Y en el vuelo de prueba funcionó bien…
― Lo mismo dijo de los otros tres modelos –contestó Tartán, acalorado–, y se desarmaron a la segunda prueba de vuelo, que dicho sea de paso, siempre se han hecho dentro de la nave, nunca en el espacio de verdad… ¡Ni siquiera podemos comunicarnos con la Caleuche!
― Bueno, ya –los cortó Marikunga–. No había otra; las naves recolectoras de desechos cuánticos no tienen naves de exploración, y el capitán, Libiak, Mata y Chupilka llevan más de dos días fuera de alcance, así que avíspense y hagamos que esta cagá funcione…
― Oye –balbuceó Bráyatan, dudoso–, ¿y si están…?
― Deja de pensar hueás –dijo Tartán, volviendo a su tablero–. La señal que rastreamos hace dos horas venía del planeta, así que movamos esta mierda hasta que la volvamos a…
― ¡Ahí está otra vez! –gritó la oficial Marikunga, apuntando su tablero.
― No la pierda oficial –exclamó Tartán–, y cante las coordenadas…
La Chihuinto 4 había descendido lo suficiente para tener un nítido panorama de todo lo que se movía allá abajo, siempre y cuando tuviera más de un metro de altura, por supuesto; por lo que a sus tripulantes no les costó ningún trabajo distinguir la tupida polvareda que se elevaba y extendía exponencialmente, a medida que se acercaban al origen de la señal, cada vez más nítida y fuerte.
― ¡Allá, jefe! –gritó Bráyatan, indicando a través de la ventanilla los borrosos contornos de edificaciones y arterías de una ciudad, que empezaron a delinearse bajo el espeso manto de arena en suspensión.
― ¡Y esa hueá qué es! –exclamó la oficial Marikunga, al avistamiento del primer Guarch gigante.
La bestia se movía entre varios edificios, como una gigantesca rata depellejada, contonénadose furiosamente contra diminutas ráfagas de luz que estallaban sobre su rugoso pelaje semi lampiño.
― ¡Más cerca, piloto! –ordenó Tartán.
― ¿Más? –titubeó el subalterno Bráyatan, mirándolo asustado.
― ¡Acérquese, le dicen! –repitió Tartán.
Descendieron hasta planear sobre los edificios, sintiendo el peligroso reclamo de la estructura metálica de la Chihuinto 4. Fue cuando vieron todo con claridad: una espantosa ola destructiva dejada por la criatura, y diminutas formas humanas corriendo de un lado a otro entre ráfagas láser disparadas sin ton ni son.
― ¡Ahí los veo, jefe! –gritó Bráyatan, apuntando sobre la multitud, donde cuatro figuras se destacaban por el familiar uniforme de la C.H.I. Caleuche.
La orden de descender más no alcanzó a salir de la boca de Tartán, cuando la repentina aparición de otras tres enormes moles furiosas lo hizo exclamar:
― ¡Conchemima…, subalterno Bráyatan!
Haber sido un fiel y asiduo voluntario en cientos de simulacros de cada modelo de la Chihuinto, fue lo único que pudo explicar la hábil maniobra de Bráyatan para esquivar a las enloquecidas criaturas. Con un impresionante manejo de la primitiva palanca de estabilización, logró hacer girar la nave, que chirrió espantosamente mientras Tartán y Marikunga apretaban ojos y dientes, aferrados a sus tableros de control; y con un segundo movimiento logró posicionarse justo sobre la multitud, donde el capitán, el oficial adjunto Libiak, la internista Mata y el ingeniero Chupilka levantaban la vista, reconociéndolos.
En el paroxismo del entusiasmo, Tartán ordenó:
― ¡Fuego a discreción contra las bestias, oficial Marikunga!
La oficial lo miró con cara de indescriptible incredulidad ante tamaña ridiculez.
― ¿Y con qué chucha voy a disparar? –exclamó–. Si esta hueá con suerte tiene una palanca de manejo…
― Chucha –masculló, Tartán, desinflándose.
― Tengo la solución –saltó Bráyatan, dejando su asiento rápidamente y corriendo a la parte trasera de la nave.
― Sea lo que sea, mejor apúrate –gritó Marikunga, mirando su tablero nerviosa–. Los propulsores de esta porquería se están haciendo pebre en esta posición…
Un minuto después escucharon abrirse la compuerta lateral, seguido de un violento ventarrón filtrándose a la cabina, y un estruendoso ruido de recipientes metálicos desmoronándose. Al mirar por la ventanilla, vieron botes vacíos de desecho cuántico cayendo desde la nave, y rebotando graciosamente sobre las acaloradas bestias.
― ¿Me estai hueviando? –farfulló Tartán, sin dar crédito a lo que veía.
Fue lo único que alcanzó a decir antes de la debacle que siguió.